El creciente desarrollo de la ciencia en todos los campos de la medicina es cada vez más acelerado. Con tan extraordinarios avances.
Sin embargo, todos sabemos que, en un comienzo, la gran mayoría de las medicinas eran extraídas, directamente de las plantas. Luego, se desarrollaron técnicas de elaboración semí -sintética y sintética como una forma más practica y económica que la de cultivar grandes plantaciones. Esto permitió que millones de enfermos pudieran disponer de los medicamentos en dosis exactas y fáciles de adquirir.
¿Por qué entonces volver al comienzo?
Aparentemente, carece de sentido lógico rescatar métodos terapéuticos antiquísimos cuando los laboratorios farmacéuticos nos ofrecen una avalancha de medicinas que son maravillosas, según la propaganda que los anuncia. Pero la mayoría no son tan excelentes y sus efectos, que a veces son curativos, y otras veces solo disfrazan los síntomas, en muchísimos casos lesionan diversos órganos, especialmente si se consumen por tiempo prolongado. Esto ha determinado que muchos médicos, luego de graduarse, consideran alternativas que curen sin agredir y ayuden a la naturaleza, en lugar de querer reemplazar por el opuesto, que es, quiérase o no, la química.
No es necesario ser sabio para entender que un ser vivo posee muchas más “energías de vida” que cualquier sustancia creada en un laboratorio nadie se atrevería a discutir sin duda, por lo tanto, del poder curativo de las plantas. Este poder curativo es más notable cuando el vegetal está vivo y menos efectivo si la planta está seca, disminuyendo su acción a medida que pasa el tiempo.
Las verduras y frutas que tenemos a mano en cualquier mercado latinoamericano nos dan la oportunidad de usar sus componentes para curar. Sus propiedades medicinales fueron probadas cientos y aun miles de años antes de que la ciencia médica existiera como tal.
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